Desafiando identidades y liberando el poder-hacer en la era del desencanto político.
En una tarde otoñal de Dublín, John Holloway se encontraba sentado en su estudio, rodeado de libros y papeles. La luz del atardecer se filtraba por la ventana, iluminando su rostro pensativo. Mientras reflexionaba sobre sus teorías, una voz interior, su «audiencia invisible», comenzó a cuestionarle.
«John», susurró la voz, «has pasado décadas desarrollando tus ideas sobre el poder y la revolución. ¿Cómo explicarías la esencia de tu pensamiento a alguien que no está familiarizado con él?»
Holloway sonrió, reclinándose en su silla. Sus ojos brillaron con intensidad mientras comenzaba a hablar:
«Verás», dijo, «todo comienza con el grito. Es ese momento en que nos damos cuenta de que algo está profundamente mal en el mundo que nos rodea. Es la furia que sentimos contra la injusticia, la opresión, la desigualdad. Pero no es solo un grito de rabia, es también un grito de esperanza, de posibilidad».
Se levantó y comenzó a caminar por la habitación, gesticulando con pasión. «Este grito es la expresión de nuestra negatividad, nuestra negación del sistema tal como es. Y es desde esta negatividad que podemos empezar a vislumbrar una alternativa».
La voz interior le interrumpió: «Pero John, muchos dirían que el cambio real solo puede venir a través de la toma del poder estatal. ¿Por qué rechazas esta idea?»
Holloway se detuvo frente a la ventana, observando la ciudad que se extendía más allá. «Ah, esa es la trampa en la que muchos caen», respondió. «Ven el poder como algo que se puede tomar, como un objeto. Pero el poder es más complejo que eso».
Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas. «Hay dos tipos de poder», continuó. «El poder-sobre, que es el que domina y subyuga, y el poder-hacer, que es nuestra capacidad creativa innata. El problema es que el poder-sobre ha capturado y distorsionado nuestro poder-hacer».
«¿Y cómo propones liberar ese poder-hacer?», preguntó la voz.
«No a través de la toma del Estado», respondió Holloway con firmeza. «El Estado es parte del problema, no la solución. Es una forma de poder-sobre que reifica las relaciones sociales. No, la verdadera revolución debe venir desde abajo, desde la liberación de nuestro poder-hacer en la vida cotidiana».
Se sentó de nuevo, inclinándose hacia adelante con intensidad. «Piensa en ello como grietas en el muro del capitalismo. Cada vez que actuamos de forma que desafía la lógica del sistema, cada vez que creamos espacios de autonomía y creatividad, estamos abriendo grietas».
La voz parecía escéptica. «Pero John, ¿no es eso demasiado pequeño, demasiado fragmentado para lograr un cambio real?»
Holloway sonrió. «Esa es la belleza de ello. No necesitamos un gran plan maestro o una vanguardia revolucionaria. La revolución ya está sucediendo, en millones de actos pequeños de rebeldía y creación. Nuestro trabajo es reconocer estas grietas, conectarlas, expandirlas».
Se levantó de nuevo, esta vez dirigiéndose a su escritorio. Tomó un libro y lo abrió. «Mira», dijo, «esto es lo que escribí en 'Agrietar el capitalismo': 'Para hablar de ella necesitamos algún tipo de nombre, pero tiene que ser un nombre que sugiera su propia inadecuación'. La revolución que propongo es una sin nombre, porque nombrarla sería limitarla».
La voz interior pareció reflexionar por un momento. «Pero John, ¿cómo se relaciona esto con tu idea de identidad y no-identidad?»
Holloway asintió, como si hubiera estado esperando esta pregunta. «Ah, esa es una parte crucial. Verás, el sistema capitalista nos impone identidades fijas, nos define y nos categoriza. Pero nuestra verdadera esencia está en la no-identidad, en nuestra capacidad de ser más de lo que el sistema dice que somos».
La luz del atardecer se desvanecía, proyectando sombras largas en el estudio. Holloway continuó su reflexión, su voz adquiriendo un tono más íntimo y profundo.
«La no-identidad», explicó, «es nuestra capacidad de resistir las etiquetas que nos imponen. Es el espacio de la creatividad, de la posibilidad infinita. Cuando nos definimos más allá de las categorías sociales predeterminadas, estamos ejerciendo nuestro verdadero poder-hacer».
La voz interior le desafió: «Pero eso suena muy abstracto. ¿Cómo se traduce en la realidad cotidiana?»
Holloway esbozó una sonrisa enigmática. «Precisamente en los pequeños actos de resistencia. Cuando un trabajador decide colaborar en lugar de competir, cuando una comunidad crea sus propias formas de organización al margen del Estado, cuando un artista desafía las normas establecidas. Esos son momentos de no-identidad».
Se acercó a una estantería llena de libros de Marx, Adorno y otros pensadores críticos. Sus dedos rozaron los lomos, como si estuviera estableciendo un diálogo silencioso con esos referentes intelectuales.
«Marx hablaba de 'poner en libertad los elementos de la nueva sociedad'. Yo lo interpreto como liberar ese poder-hacer que está constantemente reprimido por las estructuras de poder-sobre. No es una revolución que ocurre en un momento específico, sino un proceso continuo de agrietamiento».
La voz interior insistió: «Pero ¿no es eso demasiado fragmentado? ¿Cómo se pueden conectar esas grietas?»
«Precisamente en la conexión está la clave», respondió Holloway. «No necesitamos una vanguardia que dirija el proceso, sino una red de resistencias que se reconozcan mutuamente. Cada grieta es una semilla, y cuando estas semillas se conectan, pueden germinar nuevas formas de relación social».
Sus ojos brillaban con una mezcla de esperanza y determinación. «No se trata de tomar el poder, sino de desplazarlo, de crear espacios donde el poder-hacer pueda florecer libremente. Es una revolución molecular, silenciosa pero imparable».
La conversación se fue desvaneciendo en la penumbra del estudio, dejando flotando en el aire las ideas de Holloway: un llamado a la creatividad, a la resistencia cotidiana, a la liberación del poder-hacer.
La voz interior, ahora más suave, pareció susurrar: «Y así, John, sigues desafiando las estructuras, agrietando el capitalismo, un pensamiento a la vez».
Holloway asintió en la oscuridad, consciente de que su revolución no era un destino, sino un camino en constante construcción.