Desmantelando el mito de la revolución estatal en la era del antipoder.
Escena Primera: La reificación del Estado
En una tarde lluviosa de Dublín, John Holloway se encontraba en su estudio, rodeado de libros y papeles. El sonido de las gotas golpeando la ventana creaba un ritmo constante, como el latido de un corazón inquieto. Mientras reflexionaba sobre sus teorías, una voz interior, su «audiencia invisible», comenzó a cuestionarle.
«John», susurró la voz, «has dedicado gran parte de tu vida a criticar la idea de que el cambio revolucionario puede venir a través del Estado. ¿Podrías explicar por qué consideras esta noción tan problemática?»
Holloway se reclinó en su silla, sus ojos brillando con intensidad mientras comenzaba a hablar:
«El problema», dijo, «es que vemos al Estado y las relaciones capitalistas como el resultado final de un largo proceso de reificación de las relaciones interpersonales. Es decir, nuestras interacciones humanas están ahora mediadas por estas estructuras que parecen tener vida propia».
Se levantó y comenzó a caminar por la habitación, gesticulando con pasión. «Aquí es donde vemos el poder-sobre en acción, actuando sobre nuestro poder-hacer. Es absurdo pensar que podemos cambiar el mundo tomando el control de algo que es, en sí mismo, parte del problema».
Escena Segunda: El fracaso de los proyectos revolucionarios estatales
La voz interior le interrumpió: «Pero muchos movimientos revolucionarios han buscado precisamente eso, tomar el poder del Estado. ¿Por qué crees que han fallado?»
Holloway se detuvo frente a la ventana, observando la lluvia caer. «Los proyectos marxista-leninistas y socialdemócratas cayeron en esta trampa. Sí, limitaron algunos de los peores excesos del capitalismo, pero cuando tomaron el poder estatal, ¿qué pasó? Crearon una nueva clase burocrática que solo defendía sus propios intereses».
Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas. «Es lo que llamo el error instrumentalista. No se dan cuenta de que el instrumento que utilizan, el Estado, implica en sí mismo una práctica reificadora. El Estado y las instituciones representativas son un proceso de desmovilización que determina el resultado de la acción».
Escena Tercera: La falacia de la autonomía estatal
«Entonces, ¿estás diciendo que cualquier teoría revolucionaria centrada en el Estado está condenada al fracaso?», preguntó la voz.
«Exactamente», respondió Holloway con firmeza. «Una teoría de la revolución que culmina en el Estado no solo es falsa, sino desastrosa en la práctica. Se basa en la ficción del Estado como una entidad autónoma desde la cual se pueden realizar transformaciones revolucionarias».
Se sentó de nuevo, inclinándose hacia adelante con intensidad. «El Estado no es un aparato neutral que podemos usar para la transformación revolucionaria. Es parte constitutiva de la relación capitalista misma. No tiene autonomía real respecto a estas relaciones sociales».
Escena Cuarta: La trampa del poder estatal
«¿Y qué hay de la idea de que podemos usar el Estado como herramienta para el cambio?», insistió la voz.
Holloway sonrió amargamente. «Esa es la trampa. Centrar la revolución en la toma del poder estatal implica abstraer al Estado de las relaciones sociales de las que forma parte. Lo elevamos como si fuera un actor autónomo, cuando en realidad no lo es».
Sus palabras resonaban con una mezcla de frustración y determinación. «Además, la lucha por adueñarse del Estado produce una subjetividad afirmativa del poder que es lo opuesto a la emancipación social. Ya vemos esto en los partidos políticos, con sus jerarquías y luchas internas por el poder».
Escena Quinta: La perspectiva del antipoder
La habitación se llenó de un silencio reflexivo, roto solo por el sonido constante de la lluvia. La voz interior pareció susurrar: «Entonces, ¿qué alternativa propones?»
«El antipoder», respondió Holloway con convicción. «No podemos quedarnos de brazos cruzados ante el desastre social y ecológico que implica el capitalismo. Pero la respuesta no está en una teoría del poder para superar el capitalismo. Necesitamos una perspectiva de antipoder, que despliegue el grito de crítica y la categoría del hacer».
Holloway hizo una pausa, su mirada se volvió distante mientras reflexionaba sobre los eventos históricos y la situación actual.
«La caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso subsiguiente de los estados del Bloque del Este demostraron claramente el fracaso del modelo de socialismo estatal», continuó. «Estos regímenes, que se proclamaban como la vanguardia de la revolución proletaria, terminaron siendo estructuras opresivas que sofocaron el poder-hacer de las personas. La República Democrática Alemana, por ejemplo, se convirtió en un símbolo de la represión y la falta de libertades, con el Muro como su manifestación más visible».
Su voz se tornó más grave mientras abordaba los ejemplos contemporáneos. «Y hoy vemos patrones similares en los llamados estados populistas. El fracaso de la Argentina con Cristina Kirchner, la Cuba de Miguel Díaz-Canel, la Venezuela de Maduro o la Nicaragua de Daniel Ortega, todos estos casos demuestran cómo los líderes que dicen representar al pueblo terminan creando nuevas estructuras de poder-sobre. Estos regímenes, al igual que el modelo chino de capitalismo de estado, evidencian que el problema no es simplemente capitalismo versus socialismo, sino la lógica misma del poder estatal».
Se levantó de nuevo, sus ojos brillando con la intensidad de quien ha encontrado una verdad profunda. «La revolución no es tomar el poder, sino disolver el poder. Es crear nuevas formas de relación social que no estén mediadas por el Estado o el capital», afirmó Holloway con convicción. Luego, su voz adquirió un tono de advertencia:
«Pero no debemos olvidar que esta disolución del poder debe extenderse también a las propias estructuras sociales, políticas y sindicales en las que se organiza y agrupa la clase trabajadora. Incluso estas organizaciones, creadas con las mejores intenciones, pueden caer en la trampa de la jerarquía y la burocratización».
Holloway hizo una pausa, recordando una cita histórica. «En España, el fundador del PSOE, Pablo Iglesias Posse, dijo una vez: "Para los cargos públicos, elegid a los mejores y vigiladlos como si fuesen canallas". Esta advertencia sigue siendo relevante hoy en día. Debemos mantener una vigilancia constante, no solo contra el poder del Estado y el capital, sino también contra la posible corrupción de nuestras propias estructuras de organización».
Sus palabras resonaron en la habitación, subrayando la complejidad y los desafíos continuos de la lucha por la emancipación social.
La lluvia afuera parecía intensificarse, como si la naturaleza misma resonara con las palabras de Holloway. «Y así», murmuró para sí mismo, «seguimos luchando, no por el poder, sino contra él, creando grietas en la estructura del capitalismo con cada acto de rebeldía y creatividad».